Mi Niño Bonito cumple este
viernes 7 semanas. Un mes y medio durante el cual ha aprendido a mirarnos a los
ojos, a jugar y a reírse de un modo irresistible. Casi 50 días han sido
suficientes para enamorar a abuelos, tíos, primos, amigos y vecinos. Y por
supuesto a nosotros. Nuestro bebé es un tragón de 4,6 quilos, tranquilote y
alegre. Un bombón. Una joya. Un milagro que nos compensa la pesadilla que
vivimos el 22 de julio.
Ingresamos a primera hora
moderadamente tranquilos. El equipo de obstetricia que me hacía el seguimiento
del embarazo decidió programar la cesárea justo el día que cumplía las 37
semanas. Estábamos contentos. Mi placenta previa no llegó a dar síntomas y solo
nos quedaba un pequeño paso para ser padres.
La cesárea fue bien. Había riesgo
de sangrado porque mi placenta no solo era previa si no también anterior. Es
decir, se había implantado en la parte baja de mi útero y en la pared frontal,
justo donde debía hacerse la incisión. Así que para sacar a mi niño tenían que
cortar primero la placenta y luego correr muy mucho para evitar que ninguno de
los dos perdiera más sangre de la necesaria. Y todo fue bien. Lo noté
enseguida: todos los que estaban en quirófano (unos 10, entre gines, matronas,
anestesista y demás) se relajaron y empezaron a bromear conmigo. Y yo estaba
tan atontada por el subidón de adrenalina que casi no podía ni responder. Pero
estaba tranquila. Ni eufórica ni emocionada. Solo tranquila, envuelta en una
paz extraña. Me enseñaron a mi niño y se lo llevaron con su padre a hacer el
piel con piel. Luego me contaron que mi chico lloró al verlo. Que pudo
experimentar las sensaciones que yo me perdí. Los vi un segundo de camino a
recuperación. Él me besó. Tenía los ojos rojos. Y nuestro hijo dormía en sus
brazos.
La hemorragia empezó a los 20
minutos. Justamente en ese momento habían dejado entrar a mi chico y al bebé
para que estuvieran conmigo. Pude ver su cara de terror mientras notaba como la
cama se llenaba de sangre. Una ginecóloga los sacó de allí y los dejó sentados
en una silla en medio del pasillo. Empezaron a entrar médicos y algunos de
ellos se subían encima de mí, apretando el útero con todas sus fuerzas. Es uno
de los protocolos que se siguen para resolver una atonía uterina. Mis gritos se
escucharon por toda la planta. Pensé que me desmayaría por el dolor. Ojalá.
Pero no.
La atonía uterina se produce
cuando una vez expulsada la placenta el útero no se contrae para volver a su
tamaño original y se queda distendido. Al no haber ese ejercicio de
contracción, los vasos sanguíneos y las arterías uterinas siguen sangrando.
Mucho. Y si la hemorragia no se detiene, la única solución es extirpar el útero
para evitar que la madre entre en shock y muera.
En mi caso, después de 10 horas,
consiguieron controlar la situación. Me libré de la histerectomía. Y por la
noche pudieron bajarme a la habitación donde me esperaba mi familia, totalmente
desencajada por la preocupación. Perdí mucha sangre, estuve ingresada una
semana y aún tengo anemia.
No diré que al tener a mi hijo en
brazos todo se olvida porque estaría mintiendo. Le quiero, le quiero muchísimo,
pero me está costando un mundo superar todo aquello. A veces tengo pesadillas.
A veces siento que no he parido, que no he pasado por el proceso físico de
convertirme en madre, porque las 10 horas que pasé en reanimación son como un
agujero negro que ha engullido cualquier recuerdo de aquel día. A veces me miro
la cicatriz y no me reconozco. Y lo peor de todo: dudo que vuelva a intentar un
embarazo. Seria incapaz de vivirlo con normalidad, sin terror al parto. Y ya no
puedo soportar más miedos…
Sobre los días que pasé en el
hospital y mi intento de lactancia materna escribiré otro día… Niño Bonito se
acaba de despertar y eso sí que no quiero perdérmelo.